LA CUEVA
LA CUEVA
A falta de media hora para las nueve,
transitan juntos por el estrecho camino, el padre delante y él, detrás. En
apenas diez minutos, llegan al risco de la hiedra. Allí les espera, junto a un camión,
un hombre alto, grueso y calvo, al que, después de saludar efusivamente a su
padre, siguen por una vereda tupida de zarzas y codesos. Ya casi en el barranco,
se abre una explanada: a la derecha, hay una enorme puerta de hierro en la pared,
que abre el guía con dificultad para explicarle al padre el trabajo que ha de
realizar. Antes de irse, le dice que volverá por la noche.
Su padre le llama, se acerca y entra
en shock: el olor era… una mezcla entre humedad, podrido, y aceite de
girasol viejo, aderezado por una imagen tenebrosa sustentada por unos tenues
bombillos amarillos colgantes, paredes chapoteadas de cemento, y estanterías de
hierro oxidado hasta el techo a ambos lados del pasillo central. Sobre cada
estante, cañizos que ya pedían la jubilación, y sobre ellos, el tesoro del
patrón.
En cuanto se recuperó, preguntó: «Viejito,
¿de qué conoces al señor?»
«Es mi primo Manuel, el comerciante.
Nació en una cueva, abajo, junto al barranco, aunque hace años que vive en la
capital. Se cansó de ser agricultor, nos compra el producto, le pone su sello,
lo madura y lo vende más caro. ¡Se arriesgó, y le ha ido bien! No nos
entretengamos, que hay mucho trabajo: tú vas cogiendo cada pieza de la
estantería, y la colocas en la mesa. Cuidado, pesan unos cinco o seis kilos, y
si se caen o se estropean, lo tenemos que pagar nosotros. Luego, limpias los
cañizos y las estanterías para poder volver a poner el producto».
Sin decirle nada, hizo cálculos,
debían haber más de dos mil piezas. En realidad, pensó que su padre le había
dejado el trabajo más duro, hasta que lo vio limpiando las piezas de rodillas
en el frío suelo de tierra, junto a la mesa. Se afanaba con un saco de rafia en
limpiar con fuerza cada una, encorvado, con el sombrero de paja puesto, y sin
quejarse de su suerte, sólo trabajando, estregando y limpiando.
Se arrepintió de su mal pensamiento,
y entendió que su padre le había dejado lo mejor, lo que le permitía variar de
actividad, no tener la misma postura todo el rato, poder respirar aire limpio, no
estar arrodillado en el suelo. No, su padre no le había dejado el trabajo más
duro, todo lo contrario.
Así avanzó el día, ya eran las diez
de la noche pasadas cuando volvió el patrón: «¡Aún queda mucho por hacer! —les
dijo—. Márchense y vuelvan mañana a terminar».
Se fueron agotados, sudados,
hambrientos y apestando, apestando a queso viejo, a queso aderezado con aceite y
curado en cueva, que es como más les gusta a los clientes.
«Viejito, ahora ceno y caigo rendido
en la cama, estoy agotado. ¿Y tú?», le preguntó al padre.
«Yo no —le respondió—. Yo ahora iré
a ponerle comida a las vacas, a darles de beber, y luego iré a casa. Sigue tú,
yo llegaré más tarde».
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