A MILICIAS
A MILICIAS
—¡No sé si sabes que está pululando
por ahí un cuento sobre ti, de cuando eras joven!
—Ya tienes edad para saber que,
cuando la gente se aburre, no hace más que inventar cuentos sobre la vida de
otros, porque la suya es muy aburrida —le dijo mirándole a los ojos, con su
cara ladeada para que el humo del Mecánico amarillo no le entrara en el
ojo. Hacía una mueca que impedía saber si dibujaba una sonrisa socarrona, o era
para que el consumido cigarro no se le cayese.
—¿Y no tienes curiosidad, al menos,
por saber de qué va? —preguntaba el nieto para chincharlo.
—Ya, a mis años, la curiosidad ni me
ocupa, ni me preocupa. Si tú quieres, me lo cuentas, y si no, me cuentas otra
cosa.
—Pues van diciendo que simulaste ser
un tullido cuando te llamaron a filas. Dicen que juraste y perjuraste que esa
mano, con la que ahora sostienes el cigarro, y el brazo que la sustenta no
obedecían tus órdenes, y no podías moverla.
—¡Anda! Pues sí que está bueno el
cuento.
—Si, dicen, incluso, que te tuvieron
ingresado durante una semana en el viejo Hospital Militar, para ver si, en un
despiste, movías el brazo o la mano.
—¡En esa época una semana de comida
gratis no se debía despreciar!
—Incluso, los más osados, dicen que
te tenían vigilado, y que con el fin de que no te pillaran, apenas dormías.
Hasta que un día, el Coronel Médico te dijo que si el brazo no se movía, ya que
no te servía, al siguiente día, te lo cortarían.
—Aquella fue una larga noche implorando
a San Pedro que me ayudara. Al final, me creyeron, y me licenciaron por
incapaz.
—Entonces, ¿fue un milagro?
—Claro, ¡fue un milagro que no me
pillaran moviendo el brazo!
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