HABLANDO
HABLANDO
—¿Qué haces,
Margarita?
—Esperarle.
—¿A quién?
—¡No seas impaciente,
Román! Enseguida lo verás.
El hombre, cansado,
acababa de aparcar la guagua en frente de la casa, y llegaba con el tiempo
justo para almorzar antes de reanudar el viaje. Él no entendía qué hacía su
mujer en una esquina del jardín, de pie, detrás del nispirero, y al lado
de la vieja parra que cubre el lateral y el enramado del jardín.
Sin embargo, ella
parecía tan interesada, que cuando él hizo ademán de nuevo de decirle algo, ella
le espetó: — Shhh, que ya viene llegando y le vas a asustar. Y ya no le quedó
más remedio que dejar su bolso al lado de la puerta de la casa y acercarse a su
mujer, en silencio, no fuera a ser que, al final, fuese a almorzar más frío de
lo que ya barruntaba.
Encubiertos por la
parra, en esa mañana soleada de invierno, frente al pinar, junto a una
carretera por la que en aquella época apenas pasaban coches, y hoy aún menos,
vio como por la orilla de ésta se acercaba ligerito un pequeñajo enclenque, que
debería ser más o menos de la misma edad que su hija mediana.
No lo reconoció, y no
sabía exactamente por qué le causaba curiosidad a su esposa, salvo porque era
un niño, y ellos sólo tenían hijas. Sin embargo, fue incapaz de decir nada. A
medida que se acercaba, entendió a que se debía la curiosidad de su mujer:
venía solo, pero hablaba y gesticulaba con las manos sin parar, pasó junto a la
casa sin prestarles atención mientras continuaba su conversación. Nada más
pasar, ella le habló:
—¡Adiós, amigo!, ¿otra
vez hablando solo?
—Adiós señora, ya sabe
que me gusta hablar conmigo mismo de mis cosas — Ahora ve al marido, y le
saluda moviendo su mano—. Continúo, si no les importa, que llego tarde.
Y sin esperar
respuesta siguió su camino.
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